La historia del miembro del colectivo que volvió a ser felíz
Jesús Castro estaba triste. Hasta hace unos días, Jesús apoyaba sus brazos en la baranda del pasillo, fumando un Astor, y veía hacia la ciudad, suspirando. Pasaba la vecina a botar la basura, y aunque ella insistiera en meterle todo el Caribe posible a sus caderas, Jesús ni siquiera volteaba.
Sus amigos le decían «vamos, Jesús, hoy es quincena: vamos a secuestrar a unos mamaguevos», pero él se rehusaba, dando cualquier excusa barata. Sus camaradas lo veían, preocupados. Rechazaba hasta los palos de ron que le ofrecían. Y eso que Jesús nunca le hizo asco a nada de eso. La vaina es que a Jesús, el miembro más echao-pa-lante del colectivo, ya nada le daba la misma emoción: cobrarle peaje a sus vecinos, caerse a tiros con los traficantes, con la policía o con miembros de otros movimientos «sociales». Nada. Nada lo hacía sentir vivo. En una palabra, Jesús estaba deprimido. Sí, hasta él, el más atrinca, podía deprimirse.
Pero todo eso cambió. Y, por ello, Jesús no deja de darle gracias al Gobierno.
Desde que comenzaron los sucesos de esta semana, no ha pasado un solo día sin que Jesús se levante de la cama, emocionado. Agarra con fervor su pistola y la besa con devoción. Despacito, le susurra a su 45, diciéndole «¡Por fin! ¡Se acabó la caligueva! ¡Vamos, carajo, a echarle plomo a los oligarcas mamaguevos!».
Jesús baja la escalera del bloque, saltando los escalones de 3 en 3. Silbando. Llega al estacionamiento con el corazón queriendo salírsele por la boca. Saluda a sus panas, se monta de parrillero en la moto del Willy, y mientras bajan raudos por las bajadas del 23, buscando entrompar la avenida Sucre, no puede reprimir una lágrima. «¿Qué pasó, mariquita? ¿Estás llorando?» le dice el Willy. «Deja, guevón, que me entró fue un sucito en el ojo». Pero en el fondo, Jesús no puede negarlo. Es pura emoción. Gracias al Gobierno, en minutos volverá a darle rienda suelta a su verdadera pasión, apretar el gatillo indiscriminadamente. Sin que nadie lo joda por eso.